"Límites de la genética"
Por Ralph J. Greenspan
Dicen que un gen
para habilidades sociales acaba de ingresar en el panteón de genes “para”
diversas conductas y aptitudes humanas, en rápido crecimiento, y ha ocupado su
lugar junto a genes para la asunción de riesgos, la felicidad, la agresión y
la orientación sexual, entre otros. Tenemos la impresión de haber avanzado
bastante hacia el esclarecimiento de cómo somos, y de ser mucho más simples de
lo que nadie imaginó. Después de todo, la soltura para conversar en los cócteles,
o la adicción a éstos, quizás esté tan determinada por los genes como el
color del cabello.
Sin embargo, no es tan fácil definir el papel que desempeñan los genes en el
comportamiento. Muchos de los resultados obtenidos en estudios de seres humanos
son en gran medida preliminares y no llegan a la identificación efectiva de un
gen. De hecho, no pueden lograrlo, por cuanto es imposible efectuar experimentos
genéticos en seres humanos. Aun en aquellos animales cuyos genes son más fáciles
de estudiar y se comprenden mucho mejor, como la diminuta mosca de la fruta
(Drosophila), no hay ninguna correspondencia simple entre un gen y un rasgo de
conducta, sino una amplia variedad de genes influyendo sobre cada rasgo.
Los genes de la Drosophila se asemejan sorprendentemente a los nuestros, como
los de la mayoría de las demás criaturas. Es más: no pocos aspectos de su
comportamiento se parecen a los nuestros. Por ejemplo, al enseñarle a preferir
un olor a otro en una simple tarea de aprendizaje, recordará mejor lo aprendido
en varias sesiones, repetidas a intervalos durante un período prolongado, que
si la sometemos a una sola sesión intensiva. Las moscas de la fruta no son
genios, pero el “aprendizaje acelerado” no da mejor resultado en ellas que
en nosotros. En fecha aún más reciente, científicos del Instituto de
Neurociencias de San Diego demostraron que, según todos los criterios
definitorios básicos, las moscas de la fruta duermen de noche.
La complejidad de este insecto es una lección de humildad para quienes
estudiamos la influencia de los genes sobre la conducta. Además, la Drosophila
manifiesta esa complejidad en condiciones de “educación y formación”
constantes que nunca se dan verdaderamente en el ser humano. Si la relación
entre los genes y el comportamiento de la mosca de la fruta es tan compleja, ¿puede
serlo menos en el hombre?
La opinión de que un gen individual podría determinar un rasgo biológico
completo es tan antigua como la genética. Ya fuera que describieran los genes
para el color de las flores de la arveja o la forma de las alas de la
Drosophila, los genetistas de comienzos del siglo XX creían que cada gen
gobernaba una característica única. Un grupo reducido de ellos, los fundadores
del movimiento Eugenesia, pronto formuló el aserto odioso de que el
“libertinaje”, la “ineptitud perezosa” y la “criminalidad” también
podían atribuirse a genes individuales.
La verdadera complejidad de la relación entre genes y rasgos se esclareció con
la paulatina acumulación de conocimientos científicos, muchos de ellos
obtenidos de la Drosophila. Hacia los años 20, la mayoría de los genetistas ya
habían abandonado la idea de un solo gen para cada rasgo y detestaban atribuir
la conducta humana exclusivamente a los genes. Los afiliados al movimiento
Eugenesia se mantuvieron firmes, convencidos de que limitando el índice de
natalidad de aquellos a quienes juzgaran genéticamente “no aptos” salvarían
a la raza humana.
Un individuo único
Estamos en medio de un estallido de información genética. Nuevas tecnologías
revelan a diario más genes. Hemos elaborado listas completas para gusanos,
ratones y seres humanos. Pero el comportamiento de estas especies, en igual
medida que el de la mosca de la fruta, es el producto de un vasto conjunto de
genes, ninguno de los cuales actúa de manera aislada. Los genes se influyen
unos a otros y a su vez son influenciados por el mundo que los rodea. El
resultado es siempre un individuo único.
La explicación es sencilla. Toda criatura que se reproduce sexualmente está
constituida por una combinación única del juego de genes de su especie,
heredada de sus progenitores. Así, todos los humanos tenemos el mismo juego de
genes, esto es, el mismo contexto genético, pero no poseemos exactamente las
mismas versiones de cada gen. (En cualquier especie, las excepciones son los
gemelos idénticos y los clones.) Estas variaciones leves forman parte de lo que
diferencia a cada uno de nosotros de otros miembros de nuestra especie. La
importancia del contexto genético quedó demostrada en estudios de mutantes
conductuales en moscas de la fruta y ratones. Una misma mutación puede causar
un fuerte efecto en un contexto genético y no actuar sobre otro.
Más allá de la genética, todas las criaturas experimentan una secuencia no idéntica
de hechos de la vida. Esto es tan cierto para las bacterias genéticamente idénticas
que crecen en un entorno uniforme como para una persona residente en París,
Tokio, Moscú o Buenos Aires. Admitamos que las experiencias de dos moscovitas
cualesquiera difieren más entre sí que las de dos bacterias cultivadas en una
misma probeta. Pero ése es precisamente el quid de la cuestión. Las bacterias
genéticamente idénticas representan un caso extremo. Esperamos que sean
uniformes. Por tanto, si la contingencia es válida para ellas, también lo es,
ciertamente, para nosotros.
Los genes posibilitan la vida, pero es obvio que no la determinan. La verdadera
cuestión no es, pues, si los humanos somos sirvientes de nuestros genes, sino más
bien nuestra fatua idea de que la conducta humana podría explicarse y
predecirse con tanta facilidad. Quizá no deberíamos estar tan ansiosos por
quitarnos de encima la carga de la reflexión, la evaluación y la opción, en
suma, de intentar averiguar qué hay en el verdadero corazón de nuestra
naturaleza humana.
Ralph J. Greenspan es investigador en
neurobiología experimental en el Instituto de Neurociencias de San Diego.