Esos que están sentados a una mesa donde hay
flores y ánforas devino, y que preside un viejo hermoso y sereno como un
dios; esos que beben, mas no dan muestra de contento; esos que suelen
levantarse a consultar la altura del sol, ya veces se enjugan una lágrima,
son los discípulos de Gorgias. Gorgias ha enseñado, en la ciudad que fue su
cuna, nueva filosofía. La delación, la suspicacia, han hecho que ella ofenda
y alarme a los poderosos. Gorgias va a morir. Se le ha dado a escoger el
género de muerte, y ¿Iba escogido la de Sócrates. A la hora de entrarse el
sol ha de beber la cicuta; aún tiene vida por dos más, y uno las pasa en
serenidad sublime, rector de melancólica fiesta, donde las flores acarician
los ojos de los convidados, que el pensamiento enciende con luz íntima, y un
vino suave difunde el soplo para el brindis postrero. Gorgias dijo a sus
discípulos: "Mi vida es una guirnalda a la que vamos a ajustar la última
rosa".
Esta vez, el placer de filosofar con gracia, que es propio de las almas
exquisitas, se realzaba con una desusada unción.
"Maestro -dijo uno-, nunca podrá haber olvido en nosotros, para ti
ni para tu doctrina". Otro añadió: "Antes morir que negar cosa salida
de tus labios". Y cundiendo este sentimiento, hubo un tercero que
propuso: "Jurémosle ser fieles a cada una de sus palabras, a cuanto esté
virtualmente contenido en cada una de sus palabras; fieles ante los hombres
y en la intimidad de nuestra conciencia; siempre e invariablemente fieles..."
Gorgias preguntó al que había hablado de tal modo: "¿Sabes, Lucio, lo que
es jurar en vano?". "Lo sé -repuso el joven-; pero siento
firme el fundamento de nuestra convicción, y no dudo de que debamos consolar
tu última hora con la promesa que más dulce puede ser tu alma".
Entonces Gorgias comenzó a decir de esta manera: -¡Lucio! Oye una anécdota
de mi niñez. Cuando yo era niño, mi madre se complacía tanto en mi bondad,
en mi hermosura, y sobre todo, en el amor con que yo pagaba su amor, que no
podía pensar sin honda pena en que mi niñez y toda aquella dicha pasaran.
Mil y mil veces la oía repetir: "¡Cuánto diera yo por que nunca dejases de
ser niño!". Se anticipaba a llorar la pérdida de mi dulce felicidad, de mi
bondad candorosa, de aquella belleza como de flor o de pájaro, de aquel amor
único, merced al cual sólo ella existía en la tierra para mí. No se
resignaba a la idea de la obra ineluctable del Tiempo, bárbaro numen que
pondría la mano sobre tanto frágil y divino bien, y desharía la forma
delicada y graciosa, y amargaría el sabor de la vida, y traería la culpa
allí donde estaba la inocencia sin mácula. Menos aun se avenía con la imagen
de una mujer futura, pero cierta, que acaso había de darme penas del alma en
pago de amor. Y tomaba al pertinaz deseo: "¡Cuánto daría porque nunca,
nunca, dejases de ser niño!. Cierta ocasión oyóla una mujer de Tesalia, que
pretendía entender de ensalmos y hechizos, y le indicó un medio de lograr
anhelo tan irrealizable dentro de los comunes términos de la naturaleza.
Diciendo cierta fórmula mágica, había de poner sobre mi corazón, todos los
días, el corazón de una paloma, tibio y mal desangrado aún, que sería
esponja con que se borraría cada huella del tiempo; y en mi frente pondría
la flor del íride silvestre, oprimiéndola hasta que soltase del todo su
humedad, con lo que se mantendría mi pensamiento limpio y puro. Dueña del
precioso secreto, volvió mi madre con determinación de ponerlo al punto por
obra. Y aquella noche tuvo un sueño. Soñó que procedía tal como le había
sido prescrito, que transcurrían muchos años, que mi niñez permanecía en un
ser; y que favorecida ella misma con el don de alcanzar una ancianidad
extrema, se extasiaba en la contemplación de mi ventura inalterable, de mi
belleza intacta, de mi pureza impoluta... Luego, en su sueño, llegó un día
en que ya no hallé, para traer a casa, ni una flor de íride ni un corazón de
paloma. Y al despertarse y acudir a mí, la mañana siguiente, vio, en lugar
mío, un hombre viejo ya, adusto y abatido; todo en él revelaba un ansia
insaciable; nada había de noble ni grande en su apariencia, y en su mirada
vibraban relámpagos de desesperación y de odio. "¡Mujer malvada! -le oyó
clamar, dirigiéndose a ella con airado gesto-, me has robado la vida por
egoísmo feroz, dándome en cambio una felicidad indigna, que es la máscara
con que disfrazas a tus propios ojos tu crimen espantable... Has convertido
en vil juguete mi alma. Me has sacrificado a un necio antojo. Me has privado
de la acción, que ennoblece; del pensamiento, que ilumina; del amor, que
fecunda... ¡Vuélveme lo que me has quitado! Mas ya no es hora de que me lo
vuelvas, porque este mismo es el día en que la ley natural prefijó el
término a mi vida, que tú has disipado en una miserable ficción, y ahora voy
a morir sin tiempo más que para abominarte y maldecirte. . ." Aquí terminó
el sueño de mi madre. Ella, desde que le tuvo, dejé de deplorar la fugacidad
de mi niñez. Si yo aceptara el juramento que propones ¡oh Lucio!, olvidaría
la moral de mi parábola, que va contra el absolutismo del dogma revelado de
una vez para siempre; contra la fe que no admite vuelo ulterior al horizonte
que desde el primer instante nos muestra. Mi filosofía no es religión que
tome al hombre en el albor de la niñez, y con la fe que le infunde, aspire a
adueñarse de su vida, eternizando en él la condición de la infancia, como mi
madre antes de ser desengañada por su sueño. Yo os fui maestro de amor; yo
he procurado daros el amor de la verdad; no la verdad, que es infinita.
Seguid buscándola y renovándola vosotros, como el pescador que tiende uno y
otro día su red, sin mira de agotar al mar su tesoro. Mi filosofía ha sido
madre para vuestra conciencia, madre para vuestra razón. Ella no cierra el
círculo de vuestro pensamiento. La verdad que os haya dado con ella no os
cuesta esfuerzo, comparación, elección; sometimiento libre y responsable del
juicio, como os costará la que por vosotros mismos adquiráis, desde el punto
en que comencéis realmente a vivir. Así, el amor de la madre no le ganamos
con los méritos propios, él es gracia que nos hace la Naturaleza. Pero luego
otro amor sobreviene, según el orden natural de la vida; y el amor de la
novia, éste sí, hemos de conquistarlo nosotros. Buscad nuevo amor, nueva
verdad. No se os importe si ella os conduce a ser infieles con algo que
hayáis oído de mis labios. Quedad fieles a mí, amad mi recuerdo, en cuanto
sea una evocación de mí mismo, viva y real, emanación de mi persona, perfume
de mi alma en el afecto que os tuve; pero mi doctrina no la améis sino
mientras no se haya inventado para la verdad fanal más diáfano. Las ideas
llegan a ser cárcel también, como la letra. Ellas vuelan sobre las leyes y
las fórmulas; pero hay algo que vuela aún más que las ideas, y es el
espíritu de vida que sopla en dirección a la Verdad...
Luego, tras breve pausa, añadió:
-Tú, Leucipo, el más empapado en el espíritu de mi enseñanza: ¿qué piensas
tú de todo esto? Y ya que la hora se aproxima, porque la luz se va y el
ruido del mundo se adormece: ¿por quién será nuestra postrera libación? ¿Por
quién este destello de ámbar que queda en el fondo de las copas?...
-Será, pues -dijo Leucipo-, por quien desde el primer sol que nos ha de ver,
nos dé la verdad, la luz, el camino; por quien desvanezca las dudas que
dejas en la sombra; por quien ponga el pie adelante de tu última huella, y
la frente aun más en lo claro y espacioso que tú; por tus discípulos, si
alcanzamos a tanto, o alguno de nosotros, o un ajeno mentor que nos seduzca
con libro, plática o ejemplo. Y si mostrarnos el error que hayas mezclado a
la verdad, si hacer sonar en falso una palabra tuya, si ver donde no viste,
hemos de entender que sea vencerte:
Maestro, ¡por quien te venza, con honor, en nosotros!
-;Por ése! -dijo Gorgias; y mantenida en alto la copa, sintiendo ya el
verdugo que venía, mientras una claridad augusta amanecía en su semblante
repitió-: ¡Por quien me venza con honor en vosotros!
José Enrique Rodó |